Una realidad que podemos vivir.

Una realidad que podemos vivir. Breve reflexión sobre la gracia y el pecado a la luz de una experiencia. 

La gracia es siempre acto de Dios. Pablo habla de la gracia concedida a los hombres. Pero nunca indica que la gracia llegue a ser de alguna manera posesión del hombre. Es siempre acto de Dios a través de él [1]

Esta gracia es contemplada como cualidad sobrenatural lo cual implica que no es propia del ser humano. La Teología de la Cruz, como afirma Lutero, pone de manifiesto la cautividad del ser humano al pecado y su incapacidad de dar arreglo a aquellas cosas que solo Dios puede manejar. La gracia así entendida es por lo tanto una concesión para el ser humano, no su posesión. 

Por otro lado el ser humano, en Adán y Eva, se rebeló voluntariamente contra Dios, al igual que lo hizo Satanás, privándose a sí mismos de una posición privilegiada de la que gozaban. Entonces, el pecado se vería como un acercarse más a lo que escogió Satanás que a lo que ofrece el Creador. Sin embargo, de esta misma manera, el ser humano recibe al Espíritu Santo, algo que sobrepasa su propia naturaleza, en un acto “voluntario” de aceptación. 

Ni la humanidad ni el mundo estaban corrompidos por el mal cuando fueron creados; Dios creó todas las cosas y vio que todo era bueno en gran manera. [...] Como criaturas creadas a imagen de Dios, Adán y Eva fueron dotados de juicio moral, es decir, de la libertad para elegir entre el bien (aceptar la voluntad de Dios) y el mal (desobedecer la voluntad de Dios). [...] En determinado momento ejercieron su libertad de desobedecer a Dios y violaron el único mandamiento que se les había dado (pensado para preservar y perpetuar el bien en el mundo). Así, el mal entró en el mundo por la libre elección de criaturas moralmente responsables. Dios hizo posible el mal; el ser humano lo hizo real [2]

A veces nos movemos en terrenos demasiado ortodoxos, doctrinalmente estáticos, poseedores de toda la verdad, y nos olvidamos de la realidad de las vidas de los seres humanos como creación de Dios y hijos suyos. Conocía esta semana pasada el testimonio de Marc, un joven que con 28 años perdió la vida fruto de una lesión cerebral que sufrió durante su nacimiento. Marc nunca llegó a caminar ni hablar. Se comunicaba a través de sus emociones: reía a carcajadas. Del mismo modo, nunca llegó a dar testimonio público de su fe, no fue bautizado. Los que le conocieron se preguntan si alguien podría imputarle alguna clase de pecado. Ellos creen, a pesar de la ortodoxia que les rodea, que Marc no puede haber sido condenado a una eternidad sin Dios. Habrá quien se levante y grite: ¡Herejía! No es mi caso. Tal vez sea yo uno, ¡qué más da!

¿De qué manera podría encajar esto en mi teología sin dejar de ser sensible a una realidad que se vive, que duele? Creo que, y me afirmo en ello porque así lo dice la Biblia, el Espíritu Santo realiza en el creyente una obra que le hace partícipe de la filiación con Cristo, siendo adoptado por el Padre y verdaderamente libre del pecado. Este pecado que nos mancha a todos por igual nos impide acercarnos a Dios; pero él provee de nuestra limpieza y de la restauración de nuestra relación con él. Esa limpieza se da en la aceptación de querer ser limpios. Queremos ser liberados de la ley del pecado y de la muerte (Rm. 8,2) y vivir en el Espíritu. Esa aceptación trae una confesión: Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo (Rm. 10,9). ¿Cómo será salvo entonces alguien que no puede confesar con su boca? 

Adán y Eva fueron conscientes de que había una opción de obedecer a Dios y otra de desobedecerle. Fueron creados a imagen de Dios. Dios puso en ellos de su gracia. Pero ellos, (nosotros) la menospreciaron al decidir, conscientemente, voluntariamente, escoger aquello que se les había prohibido. El ser humano pecó. Decidió pecar a pesar de ser hechura del creador, de tener la impronta única y perfecta del Dios del universo. Marc no pudo confesar con su boca que Jesús era su Señor, pero es hechura de Dios, es creación suya, y Dios no quiere que ninguno perezca (2 Pe. 3,9).

El pecado lo ensucia todo y, sí, de alguna manera está en nosotros. Yo no soy muy pesimista con respecto al ser humano, aunque cuando miro las noticias es para echarse a temblar de lo que somos capaces de hacer. Pero sigo creyendo que somos hechos a imagen de Dios y que esta realidad es más poderosa que la muerte. Porque él es todopoderoso también para amar. Si Marc no está en la presencia del Señor entonces la ley de la muerte y el pecado ha vencido. Pero Dios no puede mentir, no puede no ser Dios, no puede dejar de mostrar misericordia. Tal vez haya un pecado original, pero lo primero fue que Dios nos creó a su imagen y puso en nosotros su huella. 

En este mismo sentir, cuando el apóstol Pablo dice que hemos recibido el espíritu de adopción está señalando que la potestad que ejercía la muerte sobre nosotros ya no tiene cabida, y que hemos recibido los derechos como hijos de Dios perdiendo a su vez la responsabilidad sobre nuestra “vieja familia”. Nuestras deudas asociadas al influjo de la muerte sobre nosotros son abolidas y nos convertimos en herederos de la vida que el Padre nos da. Esta vida sin sometimiento es una vida en libertad, libertad para ser libres (también para elegir), y aun a pesar de que al ser adoptados podríamos vernos como un sujeto estando bajo la soberanía del pater-familia, es en el amor de nuestro Padre adoptivo que nos transformamos, en palabras de Lutero, en "siervos al servicio de todas las cosas y sometidos libremente a todos”. Hemos sido liberados y adoptados por Dios, quien nos ha acogido en su familia y ha puesto su Espíritu en nosotros para que podamos vivir una nueva vida en obediencia al Espíritu y no presos del mal. Es una nueva vida coloreada por Cristo, invadida de él, sobre la que es soberano y su poder no nos aplasta si no que nos hace libres en el amor redentor del Padre. 


[1] James D.G. Dunn, Jesús y el Espíritu, Clie, Barcelona 2013, p.312.
[2] D. Powell, Holman Quicksource Guide to Christian Apologetics, B&H Publishing Group, Tennessee  2006, p.340.

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