JJOO: La indignación de antorcha corta

No suelo ser de los que muestran su opinión a propósito de la actualidad, sea cual sea. Sobre todo porque pienso que, a menudo, esta habla por sí sola y cada quien es libre de tener una opinión al respecto, sea cual sea.

Antes que nada, huelga decir que tener una opinión no nos da el derecho de mostrarla a cada rato, y aún menos a pensar que es una opinión correcta y que otros deben respetarla simplemente por sostenerla razonablemente. Hay opiniones atroces y por tanto desechables. Tener opinión no nos hace estar en lo cierto, ni no tenerla estar por ello equivocados.


En los últimos días he leído mucho sobre lo sucedido en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de París 2024. He leído y escuchado desde las opiniones de deportistas retirados y especialistas hasta de periodistas y de políticos. Opiniones que, con variedad de argumentos, la mayoría razonables, muestran su conformidad o su desapego a todo lo ocurrido.


Uno de ellos decía que la ceremonia de inauguración de los Juegos tiene un sentido claro y esencial que es el de mostrar la cultura del país anfitrión a la par que acoger las distintas culturas y a todos los atletas que participan; alegrarse por la llegada de los valores del deporte y abrazarlos. “Acoger a todos, no solo a las minorías, no solo a los que piensan como tú, que también”, termina diciendo. 


Otros apuntaban hacia el desfile de los países participantes, en el que, dicen, se reflejaba falta de unidad “cada uno por separado”, robándoles a los deportistas la oportunidad de entrar en el estadio olímpico, y ver a los abanderados, representantes orgullosos de sus países y culturas, con sus colores pero a la vez caminando mezclados con los demás países participantes.


Y aún otros afirman saber “distinguir entre lo que es un espectáculo deportivo y lo que es un error monumental del Comité Olímpico Internacional al pretender imponer criterios que desde luego ofenden”, en base al uso de la propia libertad. 


Y he leído y escuchado también a muchos cristianos, como yo, ofrecer su opinión con suficiente vehemencia sobre todo en lo referente a la escenificación en el puente sobre el río Sena. Opiniones que en su mayoría pueden quedar bien resumidas en el escrito de los obispos franceses que denuncian “la burla y el escarnio del cristianismo” en dicha ceremonia, recordando además que “los valores y principios que expresa el deporte y el olimpismo contribuyen a la necesidad de unidad y hermandad que tanto necesita nuestro mundo”.


Muchos de nosotros, como cristianos, sentimos el deber de interpretar los hechos a la luz de la Biblia, y buscamos y rebuscamos textos que de alguna manera nos inviten a señalar y definir los acontecimientos; y sobre todos aquellas citas que nos pongan de frente como verdaderos enemigos. Es nuestro deber, pues como minoría nos hemos entrenado para esto, para sobrevivir en la adversidad. Y en cierta medida podemos encontrar esas referencias en el texto bíblico y acertar con la predicción profética que deseamos encontrar, sea cual sea.


Yo, por supuesto, también tengo una opinión, la mía. Y por supuesto que está sujeta a mis creencias, que invaden mis ideales y tiñen mi forma de pensar, de opinar y de actuar. Diré entonces que como le sucede a la mayoría, me parece ver una referencia burlona a la obra de Leonardo da Vinci, que en paz descansa hace ya algo más de cinco siglos y que todo esto le importará un pimiento; pero cuya obra representa uno de los eventos fundamentales para el cristianismo (si ya vamos al lío de si el mismo Da Vinci tuvo otras intenciones con  su obra, por favor ponerse en contacto con Javier Sierra o Iker Jiménez). Pero también que el resto de escenificaciones me parecieron siniestras, oscuras, con una serie de simbologías que no venían a cuento,fuera de contexto y que, según dicen los más expertos, sirvió de pretexto para promover no sé qué agenda globalista. Una agenda que promueve un cambio: lo que antes era malo ahora es bueno.


Sigo. Porque me pareció un horror y creo que todo este show no hace más que poner negro sobre blanco la realidad de nuestras sociedades y el afán por descalificar y derribar la verdad que hay en el mensaje cristiano. De hecho diría que es un ataque a cualquier verdad que por serla se convierte ya en un objetivo. Como telespectador y amante del deporte me pareció totalmente innecesario, irrespetuoso, estrambótico y de mal gusto. Cómo cristiano, algo siniestro, oscuro, y de mal gusto. Los cristianos también tenemos de eso. 



Históricamente el pueblo francés ha sido un ejemplo de lucha, desde La Bastilla a los chalecos amarillos. Basta verles y oírles entonar su himno nacional en cualquier evento deportivo, se me pone la piel de gallina. Pero para exaltar los derechos y libertades que han conseguido a base de esfuerzo, esa exaltación fervorosa de la libertad, la igual y la fraternidad no es necesario montar tal espectáculo. Pero sobre todo para exponer unos ideales, sean los que sean, no es necesario echar por tierra los de los demás. Cómo se dice en el argot futbolero, “es de equipo pequeño”. No hay necesidad de tal cosa. Mostrar mi orgullo no tiene que ir a lomos de una cabalgata de apisonadoras que aplasten los motivos que llenan de orgullo a los demás. Menos aún de hacer mofa de un símbolo de fe que profesan (y que les sostiene) millones de personas en todo el mundo y que históricamente ha sido uno de los principales motores de cambio y sigue siendo un agente de transformación en los lugares más oscuros de nuestro planeta. 


Recuerdo las palabras y el testimonio de Vicente Ferrer: “Soy testigo directo de que es posible cambiar este mundo”, y cómo la organización que lleva su nombre sigue siendo una referencia en la lucha contra las desigualdades en un país como India. Un Vicente Ferrer que por cierto, como dice su propia biografía, ingresó en la Orden de los Jesuitas “porque me di cuenta de que para ayudar a los demás era mejor unirme a un grupo que tuviera los mismos ideales”.


Hay muchos otros buenos ejemplos, demasiados como para no dejarme alguno fuera. Y sí, es verdad que en nombre del cristianismo se han cometido y aún se cometen atroces barbaridades. Si sirve de algo, déjame pedirte perdón por el daño que te hayan hecho aquellos que alguna vez se han hecho llamar cristianos. 


Déjame recordarte también que no deja de ser cierto que uno de los principales motivos por los que miles de personas en todo el mundo se ven obligadas a salir de sus casas es a razón de su fe. Millones de cristianos son perseguidos por sus creencias. Solo en África (solo es mucho decir) se contabilizan más de 44 millones de desplazados, de los cuales 16 millones son cristianos que huyen de la persecución, en muchos casos sistemática y organizada, que sufren en sus lugares de origen. 


Saber nuestras debilidades y necesidades y conocer las de quienes nos rodean nos debe colocar siempre a favor del desfavorecido, del que sufre, del doliente, como dice mi vallecano de cabecera. Por esto mismo, me sube una especie de reflujo cuando oigo o leo decir que este tipo de cosas “no ocurren con otras religiones”, que “con ellos no se atreven porque mira lo que les pasó”. En cierta medida es verdad, al menos así lo parece evidenciar los hechos: los cristianos de hoy no solemos incendiar casas ni negocios familiares, ni nos armamos hasta los dientes y entramos en lugares públicos sembrado el terror quitando vidas. Tal vez en el pasado más reciente sí lo hiciéramos como sucedió en el conflicto norirlandés, o, y aunque sea de reojo, debamos mirar a nuestros vecinos judíos que lo tienen ya por maldición (aunque esta es otra guerra).


Pero, por mal que nos pese, no pueden ser estos unos argumentos válidos para los que nos hacemos llamar cristianos. No podemos saltar a la mínima. No podemos tener la antorcha tan corta.


Solemos interpretar que no levantar la voz, no tomar partido ante la injusticia es ser cómplice de la misma. Que ante la injusticia, la iglesia está llamada a adoptar una actitud profética y crítica, aunque le cueste la vida como a su Señor. Y de nuevo, hay algo de verdad en todo esto. Pero con solo un vistazo rápido al testimonio evangélico sobre este nuestro Señor, nos daremos cuente de que él, ante lo que a todas luces sigue siendo una injusticia, no abrió su boca. No dijo nada. Nuestro Señor, Jesús de Nazaret, permaneció callado mientras era acusado de algo que no era cierto. No articuló palabra aún sabiendo que si todo seguía su curso sería juzgado y ejecutado injustamente. No prendió su mecha. 


Levantar la voz no es hacer ruido para que nos oigan, a modo de un grupo de indignados que acampan en la plaza del pueblo. Levantar la voz es dar voz a aquellos que son silenciados. No vale con poner una frase y callar para siempre. Es vivir de tal forma que se haga evidente aquello por lo que vives, aquello que crees. Eso es política. Y a menudo esto implica colocarse en lugares donde muchos no querríamos estar y posicionarse firme y radicalmente, es decir, enraizado para dar razón de nuestra fe. 


Y ya están aquí los hashtags, los “y ahora tú”, las invitaciones a modificar la foto de los perfiles en redes sociales, o los mensajes institucionales y demás acciones encendidas de mecha corta. Qué pereza.


Con todo, y a riesgo de parecer demagogo, diré que no veo el mismo grado de indignación y el mismo afán cristianizador con la variedad de horribles “noticias” que a diario nos sirven en plato frío los medios de comunicación. No veo la misma vehemencia a la hora de señalar aquello que realmente es contrario con el santo evangelio si este no viene embarrado de partidismo o política interesada. No encuentro tanto énfasis en anunciar buenas noticias en medio de tanto horror, confusión, miedo y partidismo, sea cual sea.


A menudo los cristianos queremos anunciar la paz portando armaduras. O anunciarla solo a aquellos que son como nosotros, a los nuestros, a los míos. No pretendo ser hipócrita: hace un rato salí de una tienda, donde entré para comprar algo de agua fresca y unos dulces para mis hijas, porque las personas que por alli andaban no me estaban dando buen pálpito, y todas ellas eran migrantes: del este de Europa, puede que tal vez marroquíes, y el regente cuyo color de piel era más cercano al de Eva que al mío. Salí de allí con la perspectiva de salvaguardar mi integridad, no mis ideales.


Podemos sentirnos ofendidos con aquellos que buscan ofendernos, claro, sobre todo cuando nunca se nos ha pasado por la cabeza devolverle con el mismo mal. Pero es bueno recordar que, “Dios no necesita que lo defendamos” (¡qué buena frase! Será porque no es mía). “Dios no se ofende fácilmente. Dios escogió ser burlado y escogió ser humillado en la cruz. Y nos advirtió que nos sucedería lo mismo. No estoy preocupada o demasiado ofendida o gritando con los brazos abiertos”. Lo que realmente debería ofendernos es que hay personas a nuestro alrededor que están sufriendo y nadie les ayuda. Que hay personas cerca pasando por necesidad y situaciones dramáticas en soledad. Personas. Por favor, personas. Niños y niñas, ancianos, mujeres y hombres que llegan a nuestras ciudades huyendo del terror en busca de una vida mejor, ¡en busca de una vida! Y nosotros les ponemos etiquetas y los usamos como armas arrojadizas. Personas en todo el mundo que viven sin ninguna esperanza, personas que están solas en tu trabajo, en tu pueblo, en la casa de al lado. Si alguna vez te sentiste solo sabes de lo que estoy hablando. 


Pon la tele un rato, sin anestesia, y ponte en su lugar. Ese padre que sostiene a su hija muerta. Esa mujer que ha sido engañada y prostituida. Esa mujer que es golpeada, vejada y asesinada por su pareja. Esa niña que sufre burlas y amenazas constantemente en el colegio. Esos niños que juegan en un campo de refugiados, sin casa, sin zapatos, sin balón. Esa familia apoyada frente a una valla fronteriza. Ese niño sin nada que llevarse a la boca al que se le comen las moscas. Esa niña que ha sido golpeada y abusada por su padre. Si eso no te indigna, no te mueve, no te ofende, puedes cambiar de canal, sea cual sea, y volver a poner los Juegos Olímpicos. Pero si algo dentro de ti se rompe y se retuerce, indígnate y actúa.


“Nadie te pide que hagas lo que no puedes hacer pero Dios sí te pide que hagas lo que sí puedes hacer. Lo único que va a quedar de tu recuerdo será lo que hayas hecho por otros”.

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