El asno más importante de la historia

Cuando Jesús entró en Jerusalén lo hizo montado en un pollino. Un asno joven, sin domar. El destino de Jesus en Jerusalén era la cruz, su entrada en la ciudad era para morir, para ser crucificado. Y decidió afrontar su destino montando en un pollino. A menudo me he preguntado el por qué de este gesto de Jesús y suelo llegar a las mismas conclusiones.


En primer lugar es que Dios quiere usarnos para llevar su mensaje. En el relato de la entrada de Jesús en Jerusalén hay un personaje que pasa desapercibido, quizá porque no se le nombra directamente: es el dueño del asno. Los versículos 2 y 3 de Marcos 11 recogen las indicaciones de Jesús a los discípulos sobre cómo solicitar el asno a su dueño: “El Señor los necesita”. El dueño de la asna y el pollino podría haberse negado a que los discípulos se llevaran sus animales, pero no fue así. Y yo me pregunto por qué lo hizo, ¿acaso no le costó entregarle dos de sus animales? ¿No le resultaría difícil darle algo a un desconocido para que lo usara? No me imagino cómo debió sentirse esta persona cuando vio que Jesús entraba en Jerusalén sentado sobre el asno que vivía en su establo. ¿Estaría orgulloso? ¿Podría imaginar que su historia estaría escrita en la Biblia y que dos mil años después aun sería recordada? 

Para mí esto tiene una sencilla enseñanza. Que algunas veces Dios nos va a pedir que le entreguemos algo y en no pocas ocasiones no estaremos dispuestos a hacerlo, porque no estamos seguros, por egoísmo, por miedo, porque no entra en nuestros planes. Pero podemos ser como este personaje y entregarle a Jesús nuestro pollino para llevar a Jesús a otro lugar. 

Todos nosotros tenemos nuestro asno, o tal vez seamos el asno, jovenes e indomables. Todos tenemos algo en nuestra vida que si lo entregamos a Dios él puede usarlo. Pero en definitiva, el asno le pertenece a Jesús. Y si alguien os dice algo, decid: el Señor los necesita. El Señor de todo, el Rey lo necesita, el Rey necesita algo que tú tienes. Pudiera ser que Dios quiera montar en tu asno y entrar por las puertas de otra ciudad, otra nación, otro corazón. ¿Se lo vas a permitir? El hombre que le dio a Jesús el asno es sólo uno en una larga lista de quienes dieron cosas pequeñas a un Dios grande. Te animo a que quieras formar parte de esa lista.

En segundo lugar creo que este relato nos anima a llevar el mensaje del evangelio sobre algo reconocible para la gente. No siempre sabemos llegar a las personas con el mensaje de Jesús. Y no porque no hayamos estudiado la mejor forma de hacerlo, no tengamos las herramientas o las técnicas de evangelismo. No se trata de eso. Tiene que ver más con mostrar un corazón cercano y misericordioso. Jesús se subió sobre un pollino, algo reconocible, algo cercano. No entró montado en un caballo blanco cual rey, cual juez con su espada, alguien ajeno a la realidad de los demás sino que entró sobre un pollino, un animal sencillo, reconocible por todos. Porque en definitiva tenemos que poner a Dios en la vida corriente de las personas usando lo que tenemos cerca; no podemos ir por ahí proclamando profecías y juicio con palabras que nadie entiende. Tenemos que llegar a sus vidas montados sobre sus pollinos, sobre lo que para ellos es normal: Una cena en familia, un café o una caña de cerveza en el bar de enfrente. Preguntarles por sus preocupaciones, la salud de sus padres, el trabajo, los estudios de los hijos; Hacer una llamada cuando hay un día señalado, unas pruebas médicas, una entrevista de trabajo. Lo cercano, lo cotidiano. Esos son los pollinos de nuestra sociedad hoy. A veces la forma de mostrarles la Esperanza de Jesús es acercándonos a su desesperanza. Jesús es la esperanza para todos.

El evangelio de Lucas con frecuencia es definido como el evangelio de los proscritos, de los rechazados, de los humildes, de los que viven sin esperanza. Es Lucas quien recoge la parábola del buen samaritano (10,33), la del publicano que oraba en el tempo (18,13), la del hijo prodigo (15,11-15), la historia de Zaqueo (19,2), y la del ladrón de la cruz (23,43). Y a lo mejor nos suena a algo lejano pero son historias que se parecen a las de nuestro tiempo, historias de personas reales, como la cajera del supermercado que frecuentas que no alcanza para llegar a fin de mes; como el compañero de trabajo que no puede disfrutar de sus hijos el tiempo que le gustaría; como el anciano del portal de al lado al que nadie visita; como tu vecino o vecina al que le acaban de diagnosticar cáncer y de repente ve como un mundo se le viene encima; como el inmigrante en la cola de la oficina de extranjería, el rumano, marroquí, sirio, afgano, subsahariano, ucraniano o gitano al que la sociedad rechaza por tener diferente idioma, color, cultura, o por ser más sospechoso que tú de ser un delincuente. Son personas reales, como Jesús. Se nos olvida rápidamente que Jesús, como nos cuenta Isaías, como nos cuenta Lucas, también fue rechazado. Dice el evangelio de Lucas que cuando José y María llegaron a Belén “no había lugar en el mesón”. Lo mejor que podía tener el Hijo de Dios en su llegada a nuestro mundo era una especie de cueva o corral detrás del mesón completo. No había lugar en el mesón para el Hijo de Dios, para el Salvador, y mucho me temo que a veces tampoco hay sitio para él en nuestros corazones. El único sitio que había reservado para Jesús era la cruz, donde iría a morir para darnos vida. Jesús fue rechazado, no había lugar para él en el mesón.

Y aunque esto es lo que estaba escrito, no es lo que esperábamos. A mi padre no le gusta ver películas que acaben mal, donde el protagonista no sale victorioso, dándole su merecido al enemigo. Y es que de algún modo hay algo en nuestro interior que desea que el bueno gane; Creo que sucede algo parecido con Jesús y por eso hay algo en nuestro razonamiento que siente que aquello no era lo que esperábamos, que aquello no era como lo esperábamos; como le sucedió al pueblo de Israel: aquel Mesías no era a quien ellos esperaban. En una ocasión, una clase de escuela dominical preparaba una representación para el festival de Navidad. Se entregaron los papeles protagonistas a los niños más brillantes: la niña que haría de María, y el niño que representaría a José. El siguiente grupo de niños representaba a los tres sabios de oriente, los ángeles y los pastores. Había un papel que nadie quería interpretar: el del mesonero. ¿Quién quería ser el malo que echaba a José y María a la calle? El papel del mesonero le fue asignado a un niño algo más tímido que los demás, pero con un gran corazón. Se estudió el papel que debía representar, y el poco diálogo que tenía. Pero no podía imaginarse diciéndole a María y José que no había lugar en su mesón. ¿Qué iba a hacer? La obra comenzó. Todo el mundo, los padres, familiares y amigos llenaban la sala. Con orgullo miraban la historia que se representaba y a esos niños y niñas interpretando la escena bíblica. Mientras, nuestro pequeño mesonero se ponía cada vez más nervioso sabiendo que llegaba el momento. Él no sabía qué hacer, pero de algún modo vislumbró el sentido de aquella historia. Cuando la pareja golpeó la puerta, el pequeño mesonero abrió y exclamó con una gran sonrisa: “Pasen, los he estado esperando”. Hay algo en nuestro corazón que desea acoger a Jesús, no rechazarle, y que hubiera querido que su historia humana no acabara así. 

A pesar del destino que le esperaba a Jesús, su entrada en Jerusalén es símbolo de esperanza. Todos le vieron entrar, todos le recibieron, todos querían contemplar aquel momento. ¡Hosanna! Bendito el que viene en el nombre del Señor! La gente se agolpaba, tendían ramas a su paso, miraban admirados. Y allí estaba aquel asno, posiblemente el asno más importante de la historia. Hoy sabemos que muchos de ellos unos pocos días después le rechazaron, se desesperanzaron, se olvidaron de él, dejaron de recibirle en sus vidas. Jesús también lo sabía pero entró en aquella ciudad, montado en un pollino, y salió cargando una cruz para entrar en nuestras vidas de una vez y para siempre. ¿Vas a recibirle?

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