Doble nacionalidad, única pertenencia.

Siempre me ha llamado la atención esos versos en los que Jesús se enfrenta con los líderes de su época. En el evangelio según Mateo encontramos uno de estos enfrentamientos realmente particular. Y es que el evangelista recoge algunas escenas en las que vemos cómo Jesús mediante tres parábolas acusa directamente a los dirigentes ortodoxos judíos. En la parábola de los dos hijos (Mateo 21,28-32) los líderes judíos aparecían bajo el disfraz del hijo hipócrita que no hizo la voluntad de su padre. En la parábola de los viñadores malvados (Mateo 21,33-46) éstos eran ellos. Y en la parábola de la fiesta del rey (Mateo 22,1-14) eran los invitados condenados.

Posteriormente vemos a los líderes judíos lanzando su contraataque; y lo hacen dirigiéndole a Jesús una pregunta cuidadosamente formulada. Le hacen esta pregunta en público, mientras la multitud observa y escucha, y su objetivo es hacer que Jesús se desacredite con sus propias palabras en presencia de la gente. Es en este contexto hostil en el que lanzan esta famosa pregunta sobre la cuestión del tributo: “¿Es lícito dar tributo a César, o no?”.

La pregunta tiene un fondo que es bueno aclarar. Y es que el territorio donde estaban, Jerusalén y toda la región de Judea, era un territorio ocupado por Roma, y los judíos estaban sometidos al Imperio Romano. Y la pregunta era en definitiva si era o no legal pagar tributo a Roma. Este impuesto lo tenían que pagar todos los varones desde la edad de 14 años hasta la de 65 años, y todas las mujeres desde los 12 hasta los 65 años. Era de 1 denario —eso era lo que Jesús llamó la moneda del tributo— que representaba algo más del jornal medio de un obrero. 

La pregunta que los fariseos le hacen a Jesús era un verdadero dilema. Si contestaba que era ilegal el pago del impuesto, le acusarían de sedición y con toda seguridad su arresto se produciría inmediatamente. Si decía que era legal el pago del impuesto, se desacreditaría a los ojos de la multitud. La gente, no solo resentía el impuesto como se resienten todos los impuestos, lo resentía aún más por razones religiosas. Para un judío, Dios era el único Rey, su nación era una teocracia; pagar impuestos a un rey terrenal era admitir la validez de su soberanía y, por tanto, insultar a Dios. Así que los más fanáticos entre los judíos insistían en que cualquier impuesto que se pagara a un rey extranjero era ilegal por necesidad. Contestara Jesús como contestara —eso creían sus interrogadores— se metería en líos.

Jesús pide que le enseñen un denario, que estaba estampado con la efigie del emperador. El acuñar moneda era una señal de soberanía. Tan pronto como un rey subía al trono acuñaba su propia moneda, y esa moneda se consideraba propiedad del rey cuya imagen llevaba. Jesús preguntó de quién era la imagen de la moneda. La respuesta fue que contundente: “de César”. Bien, pues entonces —dijo Jesús—, devolvédsela a César; es suya. Dadle a César lo que le pertenece, y dadle a Dios lo que le pertenece.


DOBLE NACIONALIDAD, ÚNICA PERTENENCIA

La pregunta de si hay que pagar impuestos al César revela la cuestión de fondo con respecto a cuánta deferencia se debía tener con las fuerzas políticas seculares. Cuando Jesús es preguntado por esta cuestión, quien le interroga pretende que Jesús ponga los límites entre la obediencia a los poderes terrenales y la obediencia a Dios. Y puede parecer que Jesús no es claro. Sin embargo Jesús dice” “dad al César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”. Los que saben de griego dicen que en este texto el verbo “dar” también puede usarse como “pagar”, pero que literalmente, y podemos entenderlo así en este contexto, significa “devolver”, cómo he señalado un poco más arriba. Jesús alude a la imagen y la inscripción que hay en la moneda para decir que el tributo pertenece a César y por tanto hay que devolverle a César lo que le pertenece. Ya lo hemos comentado antes, la imagen de un jefe de estado en una moneda significaba que el pueblo le reconocía como señor y soberano, por cuyo favor subsistían. Estaban pues en la obligación de pagarle a César por el tributo que le pertenecía.

Parece entonces que la cuestión queda cerrada. Pero, ¿qué pasa entonces con la parte de dar a Dios lo que es de Dios? Jesús estableció principios, por eso su enseñanza es atemporal, y nunca pierde su actualidad. Aquí establece uno sumamente importante: Que todo cristiano tiene una doble nacionalidad, pero que todo cristiano pertenece a Dios.

Doble nacionalidad: Todo cristiano es ciudadano de un país, en el que está viviendo, es parte de él y podemos decir que de algún modo es beneficiario de lo que esa pertenencia supone y le aporta y por tanto hay una deuda de obligación. Y quiero que se me entienda bien, sin entrar en temas políticos ni ideológicos. Un país, como por ejemplo el nuestro, ofrece la seguridad jurídica, legislativa, que solamente puede proveer un gobierno organizado frente a personas sin ley. También provee de todos los servicios públicos, sistema de iluminación, o de limpieza, o de provisión de agua. Es el estado del bienestar tan mencionado en nuestros días en el que el ciudadano, como parte del estado, es responsable de aquello que el propio estado pone a su disposición: enseñanza, servicios médicos, provisión en caso de desempleo, jubilación, etc.

Esto coloca a todo ciudadano, y al cristiano especialmente, en una [deuda de] obligación, apelando a su responsabilidad. Porque el cristiano debe ser un ciudadano responsable. El fallar como ciudadano es también fallar como cristiano.

Sin embargo, en esta doble nacionalidad, el cristiano es también un ciudadano del Cielo, del Reino de Dios, al cual pertenece. Nosotros, los que nos hacemos llamar cristianos, que no es otra cosa que decir que somos discípulos de Cristo, hemos sido adoptados por Dios por medio de su Espíritu. En este mismo sentir, cuando el apóstol Pablo dice que hemos recibido el espíritu de adopción (Rm. 8,15), quiere decir que ahora tenemos una familia espiritual a la que pertenecemos. Por tanto hay asuntos en los que, en consonancia a nuestra pertenencia, en base a nuestra fe y a los principios basados en esa fe, la responsabilidad del cristiano es para con Dios. Bien puede ser que las dos ciudadanías nunca entren en conflicto. No tiene por qué. Pero cuando el cristiano está convencido de que, en coherencia con lo que dice la Biblia, en coherencia con los principios del evangelio, es la voluntad de Dios que haga algo, debe hacerlo. O si está convencido de que algo, en coherencia con lo que dice la Biblia, en coherencia con los principios del evangelio, es contra la voluntad de Dios, debe oponerse a ello, y no participar en ello.

La pregunta que nos sobresalta entonces es: ¿Dónde se encuentra la frontera entre los dos deberes?, ¿Qué es de César y qué es de Dios?, ¿Y cómo hacemos real nuestra única pertenencia? Jesús no lo dice. O al menos no de manera explícita.

Somos seguidores de Jesús, queremos imitarle, su mismo Espíritu nos habita, y nos regimos por la fe que hemos depositado en él, y vivimos conforme a esa fe. Es el ejemplo de Jesús el que debemos y queremos seguir. Por tanto es su Espíritu quien nos va a guiar para discernir. Como cristianos, y esta es una verdad permanente que Jesús establece aquí, estamos llamados a ser al mismo tiempo buenos ciudadanos de nuestro país y buenos ciudadanos del Reino del Cielo. No debemos faltar a nuestros deberes para con Dios ni para con los hombres.

1 Pedro 2,17: Temed a Dios. Honrad al emperador.

Los ciudadanos del reino, el reino de los cielos, operan dentro de la esfera terrenal claro, sin apoyarse en el poder político o militar de ningún gobierno humano para hacer avanzar su influencia, pero tampoco capitulando ante él, ni retirándose. Podemos y debemos clamar por la instauración del reino de Dios, como dice el propio Jesús en la oración modelo (Mt. 6): “Venga tu reino”, y denunciar la injusticia en cada momento en el que tengamos oportunidad como hacían los profetas del Antiguo Testamento. Con todo no debemos olvidar que, por un lado, los discípulos del reino de Jesús tenemos el llamado de sujetarnos a las autoridades superiores:

Romanos 13,1-2: Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos.

1 Pedro 2,13-17: Por causa del Señor someteos a toda institución humana, ya sea al rey, como superior, ya a los gobernantes, como por él enviados para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen bien.

Pero también, y sobre todo, nosotros como ciudadanos del reino de Dios procuramos servir primero al reino de los cielos al cual pertenecemos.

Mateo 6,24 y 33: Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. [...] Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.

Así las cosas, no estamos sugiriendo que la vida deba dividirse en dos compartimentos separados, con obligaciones hacia el César y hacia Dios en sus respectivos ámbitos como dos realidades paralelas que no se tocan. Pero sí que podemos decir que la forma de cumplir nuestros deberes para con las autoridades terrenales es, en primer lugar, llevar a cabo nuestras responsabilidades para con Dios.

Porque en definitiva, las palabras de Jesús implícitamente refieren que, aunque la “imagen” de César estaba estampada en las monedas, los seres humanos somos portadores de la imagen de Dios desde la creación (Gn. 1,26-27). Hemos sido creados a su imagen y semejanza, en su mismo molde, esto es lo que quiere decir este verso. Hemos sido hechos para encajar en su molde.

Y Dios tiene entonces derecho sobre todo lo que cualquier persona tenga o sea. Sí, vale, tanto el César como el reino de Dios tienen derechos en sus respectivos ámbitos tal como Dios ordenó, pero la obligación para con Dios cubre toda la vida. Dicho de otro modo: debemos servir al César de un modo que honre a Dios. Por eso nosotros, como cristianos, no debemos olvidar nunca que nuestra primera lealtad ha de ser hacia el reino de Dios. Entonces siguiendo las palabras de Jesús, “dadle al Cesar lo que es de César”, debemos hacerlo así, es nuestra obligación. Pero nuestra lealtad sin reservas solo ha de ser para Dios, le pertenece a él, como todo lo que existe le pertenece. La lealtad suprema ha de ser hacia él.

En definitiva, nuestra lealtad a Dios no debería fomentar que nos distanciemos de dar al César lo que es suyo o de rebelarnos contra él. Nuestra adhesión al César tampoco debería violar nuestra fidelidad a Dios. Y, cuando el reino del César atente contra el reino de Dios, la aguda cláusula de Pedro y de los demás apóstoles entra en juego: ¡Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres! (Hch. 5,29).

En lo personal pienso que la respuesta de Jesús fue una respuesta sumamente inteligente, pero sobre todo una respuesta que se ciñe a lo que dice la misma palabra de Dios.

Salmos 21,4: Del Señor es el mundo entero. Con todo lo que en él hay, con todo lo que en él vive.

Hageo 2,8: Mía es la plata, y mío es el oro, dice el Señor de los ejércitos.

Y aquí es donde en realidad está el secreto del porqué se maravilló el pueblo. Porque Jesús realmente estaba diciendo sin decirlo que nada le pertenece a César, que todo es De Dios.   

LA IGLESIA: TESTIMONIO DE OBEDIENCIA ENAMORADA

Cuando hablamos de iglesia la Biblia nos ofrece algunas imágenes con las que identifica la iglesia, y nos habla de la iglesia como el cuerpo de Cristo. Y también decimos que la iglesia es la comunidad de los santos. Santo significa reservado para los propósitos de Dios. Y es Dios quien hace esta reserva, no sobre la base de nuestra conducta sino de nuestra fe, la cual inevitablemente cambia nuestra conducta. Nosotros hemos aceptado el perdón de Dios y hemos sido aceptados en su familia, en su Reino, y ahora debemos comportarnos y vivir una vida conforme a nuestra fe.

El mismo Jesús afirmó que nosotros “no somos del mundo, pero hemos sido enviados al mundo” (Juan 17,16-18). La iglesia vive en medio de un tiempo y una cultura que es ajena a su nacionalidad eterna. ¿Cómo podemos ser testimonio de nuestra pertenencia a Dios en medio de este mundo?

Bueno, pues en primer lugar como ya hemos visto anteriormente, el cristiano debe sujetarse a los poderes terrenales. Pablo escribe a los romanos (Romanos 13) y reconoce que los poderes civiles son ordenados por Dios para nuestro bien y nosotros debemos someternos a ellos. Los poderes civiles son diversos, pues no solo son nuestros políticos, son también nuestros médicos, nuestros profesores, nuestros jefes. Ellos ejercen una autoridad dentro del ámbito de la medicina, de la enseñanza, o en el ámbito laboral, y nuestro deber, según lo que nos dice Pablo, es someternos a ellos.

Y debemos matizar esto porque cuando hablamos de sometimiento en no pocas ocasiones se habla de un principio de autoridad y subordinación de unos sobre otros [que se refleja o se extraería del mismo Génesis]. Y se dice que el hombre al ser creado en primer lugar lo fue para tener algún tipo de autoridad sobre la mujer. Pero lo cierto es que el proceder de Dios es siempre en sentido contrario, y lo podemos ver en la elección de Jacob (el gemelo menor) en lugar de Esaú, el primogénito; o en Moisés en lugar de Aarón su hermano mayor; o en el rey David, el hijo menor, así como con Raquel la hermana menor de Lea.

Y se hace más que evidente en las palabras del propio Jesús:

Marcos 10, 43-44: El que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos.

Mateo 19,30: Pero muchos primeros serán postreros, y postreros, primeros.

Sometimiento es un término que indica habitualmente subordinación salvo que no se indique lo contrario. Cómo recoge Emmanuel Buch, en el caso de Efesios 5,21, Pablo dice “someteos unos a otros”. Esto hace imposible la subordinación porque ésta requiere de una posición de autoridad individual, y el sometimiento mutuo excluye diferencias jerárquicas porque implica, al contrario, líneas horizontales de interacción entre iguales. Más coherente con el sometimiento mutuo al que exhorta Pablo resulta esta otra exhortación que leemos en Gálatas: “servíos por amor los unos a los otros” (Gál. 5,13 b), que indica una dinámica de relaciones de servicio recíproco bajo la autoridad única de Jesucristo. 

Y podemos volver a los dos primeros capítulos de Génesis para ver que sólo se mencionan dos tipos de relaciones que implican autoridad jerárquica: la de Dios sobre Adán y Eva al imponerles la prohibición del árbol y la de éstos sobre los animales y la tierra (1,28).

La iglesia testimonia su pertenencia a Dios en que somos amantes unos de otros y no propietarios de las personas a las que nos vinculamos, ni a las que servimos. Este sentido de gratitud y de gratuidad ha de prevalecer hasta el final para cuidar con esmero de aquello que nos ha sido dado.

Dicho en términos semejantes: “El sometimiento de la iglesia a Cristo es algo más exigente y distinto que obedecer códigos, o conformarse a la autoridad, o aceptar el gobierno. Es la entrega de todo nuestro ser por el bien del otro, la adhesión al servicio completo en todas las dimensiones de la vida compartida, una orientación de vida hacia el servicio que se adopta en respuesta al amor”.

Por eso, cuando nos sujetamos a los poderes terrenales en primer lugar estamos mostrando respeto hacia estos poderes y a Dios mismo quien los permite. Pero también estamos mostrando amor hacia las personas que, sirviéndonos, están ejerciendo una autoridad sobre nosotros, en cualquier ámbito. Y por supuesto esto es más que válido también en la iglesia donde también hay quien ejerce autoridad. Una autoridad que no podrá ejercerse con las mismas herramientas que se ejerce en el mundo porque el ministerio cristiano es un ministerio espiritual, sobrenatural, del mismo modo que la “autoridad cristiana” debe ser siempre autoridad espiritual. Autoridad espiritual: una autoridad que viene dada del encuentro con Dios y que se manifiesta y se refleja en el modo en el que se ejerce tal autoridad.

Porque además si hablamos de autoridad espiritual no debemos mirar a la persona sino solo a la autoridad de la que está revestida esa persona, pues en definitiva no estamos obedeciendo a tal persona sino a la autoridad de Dios en esa persona. En términos de iglesia, solamente quien se sujeta a la autoridad puede ser autoridad. En este caso, la autoridad de Dios. Es imprescindible que nos sometamos a la autoridad antes de ejercer autoridad.

Antes de que podamos someternos a la autoridad delegada de Dios tenemos que conocer primero la autoridad inherente de Dios.

Inherente: Que es esencial y permanente en un ser o en una cosa o no se puede separar de él por formar parte de su naturaleza y no depender de algo externo.

1 Juan 4,8 dice que Dios es amor. La esencia de Dios es amar. Es su mejor significado. El amor es inherente a Dios. Pero tal vez por eso este mismo pasaje también dice que quien no ama no ha conocido a Dios, pues Dios es amor. El amor es inherente a Dios.

Por eso, la mayor de las exigencias que Dios nos hace no es que llevemos su cruz, que le sirvamos, que ofrendemos, que llevemos una vida ordenada, piadosa, que nos neguemos a nosotros mismos. La mayor exigencia es que le obedezcamos. Así mostramos nuestro amor hacia Dios.

¿Qué pasajes bíblicos recuerdas en los que Dios haya mostrado más frecuentemente un rechazo hacia un comportamiento? Cuando las personas a las que confiaba una tarea no le obedecieron:

 Jonás fue enviado a predicar el arrepentimiento a Nínive, pero desobedeció y se marchó a Tarsis.

 Dios habló con Adán y Eva y les dio órdenes de no comer de cierto árbol, pero desobedecieron.

 Dios dijo a Saúl que atacará a los amalecitas y los destruyera por completo, pero Saúl no mató al rey y el ejército hebreo se quedó con lo mejor de los animales de los amalecitas, desobedeciendo a Dios.

Juan 15, 14 dice: Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. En el texto original amigos se escribe “filoi” (φιλοι), que viene del verbo phileo, que no es sino otra forma griega de describir el amor. Podemos parafrasear el texto sin enturbiarlo y decir: Vosotros sois mis amigos, los que me amáis como se ama a un amigo, si hacéis lo que yo os mando. Vosotros sois mis amantes. Vosotros me amáis si hacéis lo que yo os digo. Y entonces lo que nos dice es que llevemos su cruz, que le sirvamos, que ofrendemos, que llevemos una vida ordenada, piadosa, que nos neguemos a nosotros mismos, como acto de amor obediente.

Tal vez a nuestros ojos puede parecer contradictorio. Pero la autoridad inherente de Dios, esencial de Dios, es que le ofrezcamos nuestro amor, porque Dios es amor.

Juan 15,15-16: Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre.

Para mí estas palabras de Jesús no dejan lugar a dudas. El siervo, el subordinado, no sabe lo que hace el Señor, no le conoce. Jesús no nos llama siervos, nos llama amigos. No hay entre él y nosotros una relación impuesta de obediencia sino que, en el amor, él nos hace sus amigos, sus amados.

1 Juan 4,18: En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor.

¿Acaso podemos pensar que entre los judíos hubiera solo uno que pagara el tributo por amor a César o al imperio? La mayoría lo haría por obligación, y muchos por temor. Pero Jesús no obliga a nadie a amarle, sino que amándonos hace que nosotros le amemos. Porque ni el amor, ni la autoridad pueden exigirse. La autoridad se concede y se gana, con el ejemplo de una vida en obediencia sujeta a la autoridad de la voluntad de Dios.

Lucas 22,42: Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.

Y esto se traduce en una manera de vivir la vida en obediencia enamorada. Un amor que moviliza a la obediencia. No a una manera de pensar distinta, de creer distinta, ni de hacer culto distinta sino una manera distinta de vivir.

Así es cómo podemos ser testimonio de nuestra pertenencia a Dios en medio de este mundo: Viviendo de una manera distinta que se expresa en adoración, en gratitud, que cuando es genuina produce obediencia, que nace a impulsos del amor y no del miedo.

LA IGLESIA: TESTIMONIO DEL REINO DE DIOS

Dad al Cesar lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.

Detrás de las palabras de Jesús, de su respuesta, hay una profunda declaración de su papel en ese punto de la historia de la salvación de Dios, así como una declaración de la forma en la que los cristianos operamos en este mundo.

Jesús no se presentó como una amenaza militar o política para los gobernantes establecidos de este mundo. Aunque como sabes sí que llegó a significarlo y para algunos de sus seguidores también, incluso parte del lenguaje de los primeros cristianos llegó a tener connotaciones políticas. El propio término de evangelio era usado por las tropas romanas cuando regresaban de una campaña militar, pues traían “buenas noticias”.

Jesús proclamó la llegada de un reino que no pertenecía a este mundo, y se presentó a sí mismo como garantía y realizador del comienzo de dicho reino.

Mateo 4,17: Desde entonces comenzó Jesús a predicar, y a decir: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado.

En el mensaje de Jesús este reinado no se instauraría de forma política, derrocando al poder vigente, sino de forma personal, en los individuos que entendieran que serían hechos libres para servir a un rey que ellos escogerían libremente por fidelidad en respuesta a lo recibido. Hay quienes hablan hoy de corresponsabilidad, haciendo del término algo casi inocuo. Pero para nosotros, la iglesia, la responsabilidad es la respuesta activa y agradecida ante la gracia recibida. Y la iglesia siendo eso, iglesia, es testimonio de una realidad que va más allá de lo temporal y que rompe las barreras y los límites humanos.

Si la iglesia es quien debe transmitir el mensaje del amor de Dios, debe ser agente de reconciliación y no un lugar de revolucionarios políticos, ni de personas sumidas en el pesar. No hay nada más terrible que un cristiano pesimista. No lo soporto. Ojo, no confundir realista con pesimista. Claro que estamos viviendo tiempos complejos y difíciles, pero ¿en quién hemos puesto nuestra esperanza, nuestra confianza? Dios siempre cumple sus promesas: tenemos un futuro garantizado, y eso nos debe hacer vivir una vida llena de gozo y paz, que nos ayude a no desalentarnos y claudicar, con esperanza.

Esta manera de vivir, de ser iglesia está muy bien resumida en este versículo de la carta a los hebreos.

Hebreos 13,14: Porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir.

La iglesia vive en la tensión que produce empezar a vivir de un mundo nuevo mientras sigue viviendo en el mundo viejo, al que ama profundamente igual que lo hace Dios mismo (Juan 3,16). La iglesia debe ser testimonio del reino de Dios ayudando a descubrir la novedad de vida del mundo nuevo. Viviendo como ciudadanos del reino. Y esto es posible en Jesús.

No hace mucho tiempo que celebrábamos el domingo de resurrección. Y sería bueno recordarnos a menudo la trayectoria de los discípulos. Jesús les está hablando de lo que va a padecer, de la cruz, y los discípulos mientras tanto discuten entre ellos a ver quién va a ser más leal a Jesús que los demás, y discuten también acerca de quién ocupará el lugar más importante en el reino de Jesús. Y luego, ya sabéis, salen corriendo, salen huyendo. En la hora más amarga de Jesús, cuando más necesitaba una presencia física, todos, sin excepción, salieron huyendo. Y cuando recibieron ya la noticia de la crucifixión y de la muerte de Jesús, todos se escondieron. Son una mezcla muy clara, muy humana, de cobardía, deslealtad, incredulidad; eso era muy evidente. Como profetizaron los profetas, “cada cual se fue por su lado”.

A penas unas semanas después esta misma gente, estos mismos, están en medio de la ciudad de Jerusalén, delante de multitudes, hablando de Jesús, apostando fuerte por ese mensaje, declarando que Jesús es el Cristo, el Mesías, que es el Salvador, y eso les llevó al martirio incluso a la muerte. ¿Qué había pasado? Nosotros, claro, ya leemos tanto la Biblia, y hacemos bien, que muchas cosas nos suenan conocidas y no nos sorprendemos. Pero algo tuvo que pasar para transformar la actitud de aquellas personas. Efectivamente, vieron a Jesús, le vieron resucitado. Y eso cambió toda su forma de entender su realidad y les movió a actuar a favor del mensaje de Jesús.

Los cristianos debemos ser agentes activos del nuevo reino instaurado por Jesús. Una fe que se vive. En el sermón del Monte Jesús describe a sus discípulos como bienaventurados, y dice que sus obras son propias del reino de Dios: serán sal y luz, e iluminando al resto de personas por medio de su carácter y viviendo de acuerdo con los principios de Jesús, manifestarán la bondad del Padre que está en los cielos y el mundo alabará a Dios por lo que ve (Mt. 5,16).

La iglesia es testimonio del reino de Dios porque es testimonio del encuentro con el resucitado, para transformar esta sociedad, este país, para transformar un mundo que aún mira la imagen en la moneda y que ha olvidado a su creador, ha olvidado su pertenencia. La iglesia, nosotros, somos agentes de cambio, testimonio del reino de Dios.

Nuestra nacionalidad es doble, nuestra pertenencia es única, al reino de Dios. Demos testimonio de esto. Vivamos como ciudadanos del Reino.

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