No hace falta un caballo para caerse, ni excusa para no volverse.

Estoy cansado. Nunca pensé que caminar exigiera tanto esfuerzo. Las piernas me pesan y me falta el aliento para levantar la mirada del suelo. Siento tanto dolor en mis pies. Las suelas están desgastadas y ya no me quedan zapatillas adecuadas para seguir recorriendo este sendero. Las he usado todas y todas están ya demasiado rotas para volver a usarlas con al menos un mínimo de eficacia. Ninguna me asegura que no sentiré dolor cuando vuelva a dar un nuevo paso. 

Los hombros, mis hombros ya no aguantan más este peso. Si caminar no es ya suficientemente duro, hacerlo con esta carga sobre los hombros se vuelve insoportable. Siento que en cualquier momento puedo caer, una pequeña piedra en el camino podría hacerme tropezar. Una caída así, a estas alturas del camino, sería terrible. Solo pensarme en el suelo me llena de temor.

Intento seguir mirando hacia adelante mientras camino, pero apenas puedo ver algo más que el polvo que levanto al caminar. Me aliento recordando lo positivo que es para uno mismo seguir mirando al frente pero sigo volviendo el rostro hacia atrás y veo a los que se han quedado, y aún se quedan en el camino. Algunos parecen ya plena decoración: llevan tanto tiempo ahí tirados que se han hecho un elemento más de la cuneta de esta carretera. Otros, arrastrándose, intentan seguir avanzando, y aunque a penas ganan alguna ventaja, no desisten. Hay quienes extienden sus manos, se agarran entre ellos pasándose por encima unos de otros. ¿No se dan cuenta que así ninguno avanza? Yo sigo en pie. Aún intento compaginar el avanzar en mi propio andar con contemplar a estos que están a mi alrededor. Y yo, sigo en pie. Antes roto que doblarme. 

La cuerda que sujeta mi carga roza mis hombros y mi espalda, y agrava aún más mi dolor. ¿Qué es esta maldita carga? ¿Quién la puso sobre mis hombros? Siento que ya no puedo más. Desearía ser uno de estos que están en el camino, al menos ellos no llevan ningún peso sobre su espalda. Pero míralos, ¡pobres desgraciados! Si ni siquiera pueden levantarse, ¿cómo iban a ponerse erguidos con algo encima? Yo al menos sigo en pie. Y dando zancadas torpes sigo avanzando. En una de estas, desvío la mirada hacia alguien que está en una vereda del camino y tropiezo. Intento mantener la verticalidad. El peso y la fatiga echan mi cuerpo hacia delante y veo que caigo. Voy a caerme. Mis manos amortiguan el golpe. Me las he destrozado. Pobre de mí. 

Aquí, desde el suelo, veo a aquel a quien miré antes de caer y que al quitar la vista del camino me hizo tropezar. Sigue en la vereda del camino. No se acerca a interesarse por mí. No dice nada. ¿Qué hace? Intento recomponerme para verle mejor y solo logro alcanzar a distinguir cómo sus dedos dibujan en la arena. Pero sigue sin decir nada. Tiene un aspecto distinto. Los otros en el camino parecen desamparados, angustiados, malheridos. Sus ropas están desgarradas y sucias, como ahora lo están las mías. Pero él no, él no se ve igual. Sin quitar el rostro del suelo, sigue escribiendo en la tierra. 

Continuo en el suelo. Y esta carga sigue conmigo. Para poder levantarme tengo que librarme de estas cuerdas que me atan. Tengo que seguir adelante, pero he de volver la espalda al menos durante un momento para conseguir quitármela. Ahora, de espaldas a la dirección en la que avanzaba vuelvo a verlos. ¿Y sus cargas? ¿Porque ellos no llevan? ¡Tengo que librarme de estas cuerdas que me atan a este peso! Dios, ayúdame. ¡No puedo, no logro deshacerme de ellas! Levanto una polvareda en mi esfuerzo y casi pataleando como niño, enrabieto; no consigo nada. Estoy tan cansado.

Echo mi cuerpo sobre el peso a mi espalda y mis ojos se dirigen hacia el cielo mientras, como de reojo, miro al hombre de la vereda. Aunque sigue inmóvil, ahora puedo notar su mirada. Una mirada fija, certera, pero cálida, y la tiene sobre mí. Y aunque sigue sin articular palabra, sus ojos penetran en los míos y algo en mí se remueve. Levanta su rostro y mira a mi alrededor, y vuelve a fijarse en mí. —¿Que haces ahí tirado? —dice como si no hubiera sido testigo de mi tropiezo y de todo este esperpento de espectáculo que hay en el camino. Vuelve a hablarme. —¿Y tu carga, dónde está? — Miro hacia atrás y no hay nada. No está. —No está— le respondo. —Levántate entonces, añade, yo te libero.

Mi espalda es liberada de aquel peso, libre del dolor. Mis pies están calzados con zapatos nuevos, adecuados para seguir caminando. ¡Estoy fascinado! Pero no entiendo nada. El trecho ya recorrido y el dolor sufrido parece que han encayado mi espalda y mis pies. Se han acostumbrado a llevar peso encima, moldeados por esa carga y el andar, y se han ejercitado de tal manera que ahora, libres de esta carga, parece inútiles. En el camino siguen los que se han quedado atrás, y los que gatean y se arrastran intentado avanzar. Y él sigue en la vereda, observándome.

Echo a andar de nuevo, retomando la dirección en la que iba antes de tropezar. Puedo caminar de una manera nueva, más ligero, sin sufrimiento; pero algo no va bien. ¿Qué sucede? Doy media vuelta y veo que aquellos que no consiguen ponerse de pie están muy lejos, tanto que con dificultad puedo distinguirlos. Sigo caminando y cada vez están más lejos, más apartados. Se quedan atrás. Me quedo solo. ¿Qué es este dolor? No llevo la carga y estoy calzado mejor que nunca, ¿por qué siento este dolor? No debería sentir esto dentro, ahora mis circunstancias han cambiado, y ha sido para mejor. Entonces, ¿qué sucede? Estoy caminando pero de repente tengo la certeza de que debo pararme. ¡Párate! — me digo casi levantando la voz en mi interior. Y entonces les miro, allí a lo lejos, y siento dolor. Los observo, y siento dolor. Me pongo en su lugar, y siento dolor. Pero yo he hecho mi camino y he llevado mi carga, ¡ya he sufrido bastante! ¿No? 

Vuelvo a caminar. Vuelvo hacia atrás.

Comentarios

Entradas populares